martes, 18 de diciembre de 2012

Se hundió la Armada Invencible


Carlos Valmore Rodríguez
Hay duelos que se decretan, pero no se sienten. Y hay duelos que se sienten, pero no se decretan, como el del 14 de marzo de 2006. Esa noche aciaga  se perdió la República del beisbol,  que es substancia de la Nación.
El advenimiento del Clásico Mundial materializó una fantasía de la afición venezolana: que las Grandes Ligas levantaran  el embargo sobre las estrellas criollas y estas se fundieran en una omnipotente selección que tomara desquite por un país tratado como pariente pobre en gimnasios, estadios y diamantes. Sí, diamantes, pues incluso el beisbol, con sus principales riquezas hipotecadas por el trust de Major League Baseball, era sistemáticamente atropellado en las mediciones internacionales. La pelota, cosida con bigleaguers, dispondría del poder y la legitimidad suficientes para erguirse como ángel vengador del gentilicio deportivo. Al fin sabría esta sociedad lo que siente Brasil en el fútbol o Estados Unidos en el baloncesto. Ser temido, no temer. Asumir la victoria como obligación irrenunciable.  Saberse gigante. Actuar con arrogancia y tener con qué.  
Ese parecía el destino manifiesto de la generación dorada del beisbol venezolano. En el inédito trabuco de 2006 eran todos los que estaban y estaban todos los que eran: Johan Santana, Cy Young de la Liga Americana en 2004 y quien debió llevarse también el de 2005; Miguel Cabrera, Bate de Plata, medalla de bronce entre los toleteros de la Liga Nacional en 2005, dos veces convocado al Juego de Estrellas, súper astro en ciernes; Magglio Ordóñez, doble poseedor del Bate de Plata, cuatro veces “All Star”, con seis campañas de 300 de average en las mayores,  cuatro de 30 jonrones y 100 empujadas; Bob Abreu,  doble 30-30, Guante de Oro, Bate de Plata, tercero entre los fusileros de la Liga Nacional en 1999, campeón en dobles en 2000, uno de los peloteros más completos del circo máximo; Omar Vizquel, el campocorto con  10 Guantes de Oro y el mejor porcentaje de fildeo de todos los tiempos; Víctor Martínez, Bate de Plata, al igual que Edgardo Alfonzo; Carlos Zambrano, as de los Cachorros de Chicago; Francisco Rodríguez, campeón salvador de la Liga Americana en 2005. De los 30 miembros del roster, 14 calificaban como figuras de primer orden en las mayores, 24 eran bigleaguers en ejercicio y 28 jugaron alguna vez en el bigshow. “La única debilidad soy yo”, osó decir el mánager Luis Sojo cuando todavía se divertía.
No había excusas, el trofeo del primer Clásico Mundial debía hacerle compañía a los de los Héroes del 41, del 44 y del 45. El mapamundi beisbolero    volvería a colorearse de tricolor. “No ganar sería un fracaso”, apostilló Vizquel en los prolegómenos del certamen.
La gente estaba tan arrobada de triunfalismo que olvidó dos nociones elementales: 1) los partidos hay que jugarlos primero 2) se puede perder tanto como se puede ganar. Y se perdió. Se perdió y temprano. El delirio de grandeza tuvo lugar y fecha de vencimiento: San Juan, Puerto Rico,14 de marzo de 2006.  Recuerden esa fecha, aunque quieran olvidarla.
Y pensar que todo empezó tan bien. La participación fue masiva. Todas las estrellas confirmaron, salvo Melvin Mora.  La única controversia la generó Alex Cabrera cuando anunció que él solo iba si lo ponían de titular. Sojo le respondió enfáticamente que no toleraría chantajes. Cabrera se quedó en Japón y se pasó la página. El equipo se concentró en Clearwater, Florida, donde efectuó un partido de fogueo contra los Filis de Filadelfia en el cual, por cierto, no bateó. Nadie reparó en ese detalle, en apariencia nimio, pero que resultaría premonitorio.  
El debut de Venezuela en el Clásico Mundial de Beisbol es un recuerdo indeleble. Algunos en la tribuna del acogedor estadio de Disney, en Lake Buena Vista, Florida, se conmovieron hasta las lágrimas al escuchar el himno nacional la tarde del 7 de marzo de 2006. Lo que debió ser el prefacio de un libro con final feliz sembró, por el contrario, la discordia.  Cuatro jonrones de República Dominicana (dos de David Ortiz y dos de Adrián Beltré) pudieron más que Johan Santana y Carlos Zambrano. De esos cuatro maderazos, el que  recuerda el público, paradójicamente, es el menos determinante: el grandslam de Ortiz ante Carlos Enrique Hernández en el octavo acto, cuando la Vinotinto ya perdía 7-5. La verdad es que  Sojo no ayudó con sus declaraciones postjuego. “Vino Carlos Enrique contra el Big Papi y pasó lo que todos sabíamos que iba a pasar”, indicó el timonel en un comentario más apropiado para  una cabina de transmisión.
Todo se contaminó ese día. El humor de Sojo, su relación con los parciales y los medios venezolanos. El ambiente se hizo pesado, opresivo. Y empeoró con los abucheos a Robert Pérez en el juego contra Italia, el 8 de marzo. “Compadre, compadre”, le gritaban en cada turno por el nexo sacramental  del jardinero con el piloto, como si ese fuese su único mérito para estar ahí y no sus brillantes números en la LVBP. Así pagaba Pérez el crimen de responder al llamado del país. “No escuché nada”, acudió a la negación el bolivarense.  
Aunque Venezuela blanqueó 6-0 a los italianos, el plantel se sentía ultrajado por lo de Pérez. En una victoria se firmó el divorcio definitivo entre los fanáticos y ese roster de campanillas que tanto pidieron. Sojo, a su vez, no ocultó su hostilidad con los periodistas venezolanos. Le pregunté si el triunfo le quitaba a la selección la presión derivada del fracaso ante Dominicana. “No hay presión. Ganamos”,  se limitó a decir, con cara de piedra. Hasta The New York Times se hizo eco de la ruptura entre el dirigente y la prensa criolla a través de una nota en la cual el pentacampeón bate de la LVBP  acusó a sus paisanos reporteros  de hacer críticas destructivas. “Nunca dicen nada bueno”,  reclamó. A los seguidores que silbaron a Pérez también les disparó. Los llamó idiotas y les espetó que se sentían con derecho de abuchear solamente por el hecho de tener plata suficiente para viajar a Florida y comprar una entrada. Evidentemente a Sojo, hombre jovial, caballeroso, gentil, lo abrumaban los rigores de una responsabilidad excesiva para un piloto novato, como él en ese momento.  Algunos jugadores se alinearon con el dirigente y hubo uno que incluso amenazó con hacer llamadas para que despidieran a un reportero.
Solo dos carreras y cuatro hits completó Venezuela contra la débil Australia en un partido que ganó 2-0 para avanzar a la siguiente parada, pero en el cual se notó la falta de planificación. Horas antes del pleito, sus bombarderos desconocían que Phil Durrington, el pitcher oceánico, lanzaba bola de nudillos.  Además se hizo cada vez más patente que aquellos sublimes aporreadores se sentían incómodos. “Estamos en una época del año en la que no estamos al 100%”, arguyó Magglio Ordóñez, uno de los apagados en el lineup. 
Pensaba, mientras viajaba a San Juan para seguir a la selección en la segunda ronda, que, en cualquier momento, el volcán haría erupción.  En Puerto Rico el conjunto se enfrentaría a los locales y a Cuba, enemigos más filosos  que Australia e Italia, pero con menor capacidad instalada que el escuadrón nacional. El primer cruce de esa instancia era contra Cuba, y con Santana en la loma. Topaban el mejor lanzador de las Grandes Ligas y paleadores talentosos, preparados, pero atrofiados por la falta de roce con jugadores de la máxima categoría. Aún así, Santana pidió apoyo a sus camaradas de armas.
Fue una tarde catastrófica en el Hiram Bithhorn. 
Cuba, la “amateur” estuvo a un batazo de noquear a Venezuela, la de los grandeligas. Santana volvió a dominar, pero la toletería se abstuvo y El Gocho salió como pitcher derrotado, pese a aceptar una carrera en cinco actos. Yoandri Garlobo, a quien alguno podría confundir con un jugador de softbol, le dio un sonoro doble y  anotó.  Aunque la peor pesadilla ocurrió luego de que Santana desalojara el morrito. En ese sexto inning se puede decir que zozobró la ilusión campeonil. Giovanni Carrara, que en 2005 asumió rol protagónico en el bullpen de los Dodgers de Los Ángeles, vino a lanzar con el partido uno por nada y lo hizo para cero. Los hados del beisbol tenían dispuesta otra cosa. Con un out, y corredor en circulación, salió un rolling hacia el campocorto. Un out por regla, tomando en cuenta quién cubría allí. Solo que las Valkirias escogieron que Venezuela muriera en esa batalla y le metieron la pelota en la camisa a Vizquel, el  de los guantes dorados. “Eso me había ocurrido una sola vez, hace como 20 años, en AA. Uno lo cuenta y no lo cree”, comentaría posteriormente. Vizquel tampoco pudo completar un dobleplay y con dos outs llegaron los jonrones de Frederich Cepeda y Ariel Pestano que dejaron el marcador 6-0. La derrota por 7-2 ante los tricampeones olímpicos y multicampeones mundiales dejó a Sojo en el borde del voladero. “No estaba en nuestros planes perder con Cuba”, declaró.
Los factores ambientales hicieron lo suyo para enrarecer más el clima. Los peloteros estaban molestos con los organizadores porque un día los pusieron a comer en Burger King. La gerencia de Venezuela dijo que no era su responsabilidad, que fue MLB la que incluyó menú de Burger King en la dieta de los atletas. Como si fuera poco, alguien echó a correr la leyenda de una farra hasta el amanecer (por el cumpleaños de Bob Abreu)  que habría hecho que los peloteros nativos llegaran amanecidos al juego diurno contra Cuba. “Fueron unas copitas sociales”, se limitó a decir el cumpleañero. Yo estaba en San Juan, pero lejos del hotel de concentración.  No puedo afirmar ni negar que esa “fiesta inolvidable” haya ocurrido en verdad. La supuesta evidencia de su existencia era bastante débil: una foto en la que algunos peloteros, y la mamá de Robert Pérez, aparecen con botellas ante ellos.  Nada que insinuara una bacanal.
La rumba que todos vimos fue la del triunfo por 6-0 sobre Puerto Rico, que incluyó grandslam de Víctor Martínez. Daba la impresión de que la ofensiva venezolana despertaba de su sopor. Y así llegó el duelo definitivo, trascendental, casi ontológico, contra República Dominicana. La fecha: 14 de marzo de 2006.
Un solo hit dio Venezuela esa noche. Cinco Bates de Plata para un sencillo, que además lo dio Vizquel, el que menos la chocaba. Freddy García cumplió al aceptar una carrera en cuatro actos. Solo que, en ese mismo lapso, a Daniel Cabrera no le dieron ni un inatrapable. Los swings criollos llegaban una semana tarde a la cita con las rectas de cien millas del abridor quisqueyano. La Vinotinto logró nivelar ante Francisco Liriano, pero los antillanos aprovecharon un pasbol de Ramón Hernández para desempatar. Tanto cuidarse de los cañones de La Española para que fuese un pasbol la diferencia.
Aún faltaban tres outs y el pitcher dominicano era Duaner Sánchez, nada del otro mundo. Venezuela tenía su último chance de cumplir.  Un error de Miguel Tejada ayudó a llenar las bases. Y venía Edgardo Alfonzo, el único que no se contagió con el virus del slump. Era el hombre para la circunstancia: frío, templado, bateador probado en fuego,  con contacto, con contundencia, con rigor en la zona de strike. Y con más de .300 en el Clásico. “Yo quería tomar ese turno”, me sentía bien para tomarlo”, contaría a posteriori el  infielder. Lanza Sánchez, Edgardo identifica el pitcheo. Es bueno, hay que hacer swing. Todo esto en fracciones de segundo. El bate encuentra la bola y esta se eleva hacia la noche de San Juan. Por segundos, que parecen horas, la pelota levita sobre el Hiram Bithorn, pero su trayectoria mata a Venezuela, porque al descender se posa mansa en el guante del jardinero derecho Juan Encarnación. Tercer out del juego, out 27 para las ilusiones de millones de venezolanos.  2-1 ganó Dominicana y eliminó a Venezuela. La deprimió, además. La mandó al diván. De nada sirvió que Sojo invocara rayos que desintegraran aquella esférica conectada por Alfonzo, o vientos huracanados que se le llevaran hasta el otro lado de la verja.  “Cuando salió el batazo supe que sería yo el último out de Venezuela en el Clásico Mundial de Beisbol”, declaró Alfonzo.
La Vinotinto se fue a pique en las ardientes aguas del Caribe. La Armada Invencible del trópico también tuvo al frente  un Francis Drake.  Si 666 es el número del Anticristo, .186 es el sello maldito del beisbol venezolano. Ese fue el promedio colectivo de un lineup repleto de astros de las mayores.  Venezuela bateó menos que Holanda, menos que Sudáfrica. .139 ligó el pabellón de ocho estrellas en la segunda ronda, donde falleció.  Las ínfulas de gloria se desinflaron y el país volvió a ser el mismo, con sus frustraciones, con su baja autoestima. Y una pregunta: ¿Habrá otra oportunidad?


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