Carlos
Valmore Rodríguez
Hay duelos
que se decretan, pero no se sienten. Y hay duelos que se sienten, pero no se
decretan, como el del 14 de marzo de 2006. Esa noche aciaga se perdió la
República del beisbol, que es substancia de la Nación.
El
advenimiento del Clásico Mundial materializó una fantasía de la afición
venezolana: que las Grandes Ligas levantaran el embargo sobre las
estrellas criollas y estas se fundieran en una omnipotente selección que tomara
desquite por un país tratado como pariente pobre en gimnasios, estadios y
diamantes. Sí, diamantes, pues incluso el beisbol, con sus principales riquezas
hipotecadas por el trust de Major League Baseball, era sistemáticamente
atropellado en las mediciones internacionales. La pelota, cosida con bigleaguers,
dispondría del poder y la legitimidad suficientes para erguirse como ángel
vengador del gentilicio deportivo. Al fin sabría esta sociedad lo que siente
Brasil en el fútbol o Estados Unidos en el baloncesto. Ser temido, no temer.
Asumir la victoria como obligación irrenunciable. Saberse gigante. Actuar
con arrogancia y tener con qué.
Ese
parecía el destino manifiesto de la generación dorada del beisbol venezolano.
En el inédito trabuco de 2006 eran todos los que estaban y estaban todos los
que eran: Johan Santana, Cy Young de la Liga Americana en 2004 y quien debió
llevarse también el de 2005; Miguel Cabrera, Bate de Plata, medalla de bronce
entre los toleteros de la Liga Nacional en 2005, dos veces convocado al Juego
de Estrellas, súper astro en ciernes; Magglio Ordóñez, doble poseedor del Bate
de Plata, cuatro veces “All Star”, con seis campañas de 300 de average en las
mayores, cuatro de 30 jonrones y 100 empujadas; Bob Abreu, doble
30-30, Guante de Oro, Bate de Plata, tercero entre los fusileros de la Liga
Nacional en 1999, campeón en dobles en 2000, uno de los peloteros más completos
del circo máximo; Omar Vizquel, el campocorto con 10 Guantes de Oro y el
mejor porcentaje de fildeo de todos los tiempos; Víctor Martínez, Bate de
Plata, al igual que Edgardo Alfonzo; Carlos Zambrano, as de los Cachorros de
Chicago; Francisco Rodríguez, campeón salvador de la Liga Americana en 2005. De
los 30 miembros del roster, 14 calificaban como figuras de primer orden en las
mayores, 24 eran bigleaguers en ejercicio y 28 jugaron alguna vez en el
bigshow. “La única debilidad soy yo”, osó decir el mánager Luis Sojo cuando todavía se divertía.
No había
excusas, el trofeo del primer Clásico Mundial debía hacerle compañía a los de
los Héroes del 41, del 44 y del 45. El mapamundi beisbolero
volvería a colorearse de tricolor. “No ganar sería un fracaso”, apostilló
Vizquel en los prolegómenos del certamen.
La gente
estaba tan arrobada de triunfalismo que olvidó dos nociones elementales: 1) los
partidos hay que jugarlos primero 2) se puede perder tanto como se puede ganar.
Y se perdió. Se perdió y temprano. El delirio de grandeza tuvo lugar y fecha de
vencimiento: San Juan, Puerto Rico,14 de marzo de 2006. Recuerden esa
fecha, aunque quieran olvidarla.
Y pensar
que todo empezó tan bien. La participación fue masiva. Todas las estrellas
confirmaron, salvo Melvin Mora. La única controversia la generó Alex
Cabrera cuando anunció que él solo iba si lo ponían de titular. Sojo le respondió enfáticamente que no toleraría chantajes. Cabrera se
quedó en Japón y se pasó la página. El equipo se concentró en Clearwater,
Florida, donde efectuó un partido de fogueo contra los Filis de Filadelfia en
el cual, por cierto, no bateó. Nadie reparó en ese detalle, en apariencia
nimio, pero que resultaría premonitorio.
El debut
de Venezuela en el Clásico Mundial de Beisbol es un recuerdo indeleble. Algunos
en la tribuna del acogedor estadio de Disney, en Lake Buena Vista, Florida, se
conmovieron hasta las lágrimas al escuchar el himno nacional la tarde del 7 de
marzo de 2006. Lo que debió ser el prefacio de un libro con final feliz sembró,
por el contrario, la discordia. Cuatro jonrones de República Dominicana
(dos de David Ortiz y dos de Adrián Beltré) pudieron más que Johan Santana y Carlos
Zambrano. De esos cuatro maderazos, el que recuerda el público,
paradójicamente, es el menos determinante: el grandslam de Ortiz ante Carlos
Enrique Hernández en el octavo acto, cuando la Vinotinto ya perdía 7-5. La
verdad es que Sojo no ayudó
con sus declaraciones postjuego. “Vino Carlos Enrique contra el Big Papi y pasó
lo que todos sabíamos que iba a pasar”, indicó el timonel en un comentario más
apropiado para una cabina de
transmisión.
Todo se
contaminó ese día. El humor de Sojo, su
relación con los parciales y los medios venezolanos. El ambiente se hizo
pesado, opresivo. Y empeoró con los abucheos a Robert Pérez en el juego contra
Italia, el 8 de marzo. “Compadre, compadre”, le gritaban en cada turno por el
nexo sacramental del jardinero con el piloto, como si ese fuese su único
mérito para estar ahí y no sus brillantes números en la LVBP. Así pagaba Pérez
el crimen de responder al llamado del país. “No escuché nada”, acudió a la
negación el bolivarense.
Aunque
Venezuela blanqueó 6-0 a los italianos, el plantel se sentía ultrajado por lo
de Pérez. En una victoria se firmó el divorcio definitivo entre los fanáticos y
ese roster de campanillas que tanto pidieron. Sojo, a su
vez, no ocultó su hostilidad con los periodistas venezolanos. Le pregunté si el
triunfo le quitaba a la selección la presión derivada del fracaso ante
Dominicana. “No hay presión. Ganamos”, se limitó a decir, con cara de
piedra. Hasta The New York Times se hizo eco de la ruptura entre el dirigente y
la prensa criolla a través de una nota en la cual el pentacampeón bate de la
LVBP acusó a sus paisanos reporteros de hacer críticas
destructivas. “Nunca dicen nada bueno”, reclamó. A los seguidores que
silbaron a Pérez también les disparó. Los llamó idiotas y les espetó que se sentían
con derecho de abuchear solamente por el hecho de tener plata suficiente para
viajar a Florida y comprar una entrada. Evidentemente a Sojo, hombre jovial, caballeroso, gentil, lo abrumaban los rigores de una
responsabilidad excesiva para un piloto novato, como él en ese momento.
Algunos jugadores se alinearon con el dirigente y hubo uno que incluso
amenazó con hacer llamadas para que despidieran a un reportero.
Solo dos
carreras y cuatro hits completó Venezuela contra la débil Australia en un partido
que ganó 2-0 para avanzar a la siguiente parada, pero en el cual se notó la
falta de planificación. Horas antes del pleito, sus bombarderos desconocían que
Phil Durrington, el pitcher oceánico, lanzaba bola de nudillos. Además se
hizo cada vez más patente que aquellos sublimes aporreadores se sentían
incómodos. “Estamos en una época del año en la que no estamos al 100%”, arguyó
Magglio Ordóñez, uno de los apagados en el lineup.
Pensaba,
mientras viajaba a San Juan para seguir a la selección en la segunda ronda,
que, en cualquier momento, el volcán haría erupción. En Puerto Rico el
conjunto se enfrentaría a los locales y a Cuba, enemigos más filosos que
Australia e Italia, pero con menor capacidad instalada que el escuadrón
nacional. El primer cruce de esa instancia era contra Cuba, y con Santana en la
loma. Topaban el mejor lanzador de las Grandes Ligas y paleadores talentosos,
preparados, pero atrofiados por la falta de roce con jugadores de la máxima
categoría. Aún así, Santana pidió apoyo a sus camaradas de armas.
Fue una
tarde catastrófica en el Hiram Bithhorn.
Cuba, la
“amateur” estuvo a un batazo de noquear a Venezuela, la de los grandeligas.
Santana volvió a dominar, pero la toletería se abstuvo y El Gocho salió como
pitcher derrotado, pese a aceptar una carrera en cinco actos. Yoandri Garlobo,
a quien alguno podría confundir con un jugador de softbol, le dio un sonoro
doble y anotó. Aunque la peor pesadilla ocurrió luego de que
Santana desalojara el morrito. En ese sexto inning se puede decir que zozobró
la ilusión campeonil. Giovanni Carrara, que en 2005 asumió rol protagónico en
el bullpen de los Dodgers de Los Ángeles, vino a lanzar con el partido uno por
nada y lo hizo para cero. Los hados del beisbol tenían dispuesta otra cosa. Con
un out, y corredor en circulación, salió un rolling hacia el campocorto. Un out
por regla, tomando en cuenta quién cubría allí. Solo que las Valkirias
escogieron que Venezuela muriera en esa batalla y le metieron la pelota en la
camisa a Vizquel, el de los guantes dorados. “Eso me había ocurrido una
sola vez, hace como 20 años, en AA. Uno lo cuenta y no lo cree”, comentaría
posteriormente. Vizquel tampoco pudo completar un dobleplay y con dos outs
llegaron los jonrones de Frederich Cepeda y Ariel Pestano que dejaron el
marcador 6-0. La derrota por 7-2 ante los tricampeones olímpicos y
multicampeones mundiales dejó a Sojo en el
borde del voladero. “No estaba en nuestros planes perder con Cuba”, declaró.
Los
factores ambientales hicieron lo suyo para enrarecer más el clima. Los
peloteros estaban molestos con los organizadores porque un día los pusieron a
comer en Burger King. La gerencia de Venezuela dijo que no era su
responsabilidad, que fue MLB la que incluyó menú de Burger King en la dieta de
los atletas. Como si fuera poco, alguien echó a correr la leyenda de una farra
hasta el amanecer (por el cumpleaños de Bob Abreu) que habría hecho que
los peloteros nativos llegaran amanecidos al juego diurno contra Cuba. “Fueron
unas copitas sociales”, se limitó a decir el cumpleañero. Yo estaba en San
Juan, pero lejos del hotel de concentración. No puedo afirmar ni negar
que esa “fiesta inolvidable” haya ocurrido en verdad. La supuesta evidencia de
su existencia era bastante débil: una foto en la que algunos peloteros, y la
mamá de Robert Pérez, aparecen con botellas ante ellos. Nada que
insinuara una bacanal.
La rumba
que todos vimos fue la del triunfo por 6-0 sobre Puerto Rico, que incluyó
grandslam de Víctor Martínez. Daba la impresión de que la ofensiva venezolana
despertaba de su sopor. Y así llegó el duelo definitivo, trascendental, casi
ontológico, contra República Dominicana. La fecha: 14 de marzo de 2006.
Un solo
hit dio Venezuela esa noche. Cinco Bates de Plata para un sencillo, que además
lo dio Vizquel, el que menos la chocaba. Freddy García cumplió al aceptar una
carrera en cuatro actos. Solo que, en ese mismo lapso, a Daniel Cabrera no le
dieron ni un inatrapable. Los swings criollos llegaban una semana tarde a la
cita con las rectas de cien millas del abridor quisqueyano. La Vinotinto logró
nivelar ante Francisco Liriano, pero los antillanos aprovecharon un pasbol de
Ramón Hernández para desempatar. Tanto cuidarse de los cañones de La Española
para que fuese un pasbol la diferencia.
Aún
faltaban tres outs y el pitcher dominicano era Duaner Sánchez, nada del otro
mundo. Venezuela tenía su último chance de cumplir. Un error de Miguel
Tejada ayudó a llenar las bases. Y venía Edgardo Alfonzo, el único que no se
contagió con el virus del slump. Era el hombre para la circunstancia: frío,
templado, bateador probado en fuego, con contacto, con contundencia, con
rigor en la zona de strike. Y con más de .300 en el Clásico. “Yo quería tomar
ese turno”, me sentía bien para tomarlo”, contaría a posteriori el infielder.
Lanza Sánchez, Edgardo identifica el pitcheo. Es bueno, hay que hacer swing.
Todo esto en fracciones de segundo. El bate encuentra la bola y esta se eleva
hacia la noche de San Juan. Por segundos, que parecen horas, la pelota levita
sobre el Hiram Bithorn, pero su trayectoria mata a Venezuela, porque al
descender se posa mansa en el guante del jardinero derecho Juan Encarnación.
Tercer out del juego, out 27 para las ilusiones de millones de
venezolanos. 2-1 ganó Dominicana y eliminó a Venezuela. La deprimió,
además. La mandó al diván. De nada sirvió que Sojo invocara
rayos que desintegraran aquella esférica conectada por Alfonzo, o vientos
huracanados que se le llevaran hasta el otro lado de la verja. “Cuando
salió el batazo supe que sería yo el último out de Venezuela en el Clásico
Mundial de Beisbol”, declaró Alfonzo.
La
Vinotinto se fue a pique en las ardientes aguas del Caribe. La Armada
Invencible del trópico también tuvo al frente un Francis Drake. Si
666 es el número del Anticristo, .186 es el sello maldito del beisbol
venezolano. Ese fue el promedio colectivo de un lineup repleto de astros de las
mayores. Venezuela bateó menos que Holanda, menos que Sudáfrica. .139
ligó el pabellón de ocho estrellas en la segunda ronda, donde falleció.
Las ínfulas de gloria se desinflaron y el país volvió a ser el mismo, con sus
frustraciones, con su baja autoestima. Y una pregunta: ¿Habrá otra oportunidad?
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