jueves, 18 de abril de 2013

El 14 de abril nos metió en un brete


Carlos Valmore Rodríguez
El resultado oficial  de las elecciones presidenciales del 14 abril de 2013 fue el peor posible para la paz y la estabilidad de Venezuela. La democracia solo funciona bien con mayorías claramente reconocibles y una dosis razonable de aquiescencia por parte de la minoría. En política, los empates paralizan porque, como en la práctica no hay reparto de puntos,  a las dos mitades se les va el tiempo y las energías tratando de imponerse sobre la otra, sobre todo en un país enconado como es este donde vivimos. Es un principio hasta de la física: dos fuerzas iguales, y opuestas, se anulan, se cancelan mutuamente. Por eso, el escenario más propicio para el equilibrio social de la Nación era un triunfo categórico de una de las opciones, fuera la de Nicolás Maduro o la de Enrique Capriles Radonski. Así cada cual podía desarrollar su proyecto, o cuando menos intentarlo. Luego los ciudadanos juzgarían. Desafortunadamente quedaron tablas en las tarjetas del soberano, el gran jurado en un régimen democrático.
Y henos aquí, en crisis, de vuelta a la aguda conflictividad de 2002-2003 que pensábamos superada. Han retornado los cacerolazos, las fogatas, los piquetes, las cadenas, de a tres por día, y lo más angustiante: las muertes atribuidas a razones políticas. Y la situación empeorará si los líderes se equivocan.
Nicolás Maduro heredó de Hugo Chávez dos millones de  votos de ventaja sobre la oposición. Los dilapidó en seis meses. Fue un semestre plagado de errores, como presidente y como candidato.  Como candidato nunca tuvo identidad propia y resultó soso, aburrido, desangelado. Se notó a leguas su falta de carisma (demostró que la famosa conexión emocional de Chávez no era una paparruchada de los encuestólogos) e inexplicablemente se mandó varias “rosaladas” durante la campaña. Y digo inexplicablemente porque tuve la oportunidad de conocer a Maduro entre 2003 y 2004, cuando cubría política para El Nacional, y siempre me pareció un tipo bien orientado, sensato, capaz de convencer y ser convencido, un político con oficio. A ese Maduro casi no lo vi en la contienda electoral. Y por esa razón, los dos grandes motivos para votar por él poco o nada tuvieron que ver con sus propias gracias. Se redujeron a: 1) cumplirle al presidente Chávez, acatar la instrucción  “plena, como la luna llena” expresada en su última y sentida cadena. 2) Impedir el regreso de los amos del valle al poder y la recuperación de sus privilegios y canonjías. Maduro solo fue, como lo repitió hasta la saciedad, “el hijo de Chávez”, el único instrumento a la mano ante la ausencia definitiva del comandante.    
Pero creo que las mayores fugas de capital electoral no las causó el Maduro candidato, sino el Maduro presidente, cuando se suponía que el cargo le conferiría ventaja. Devaluación, inflación, apagones y desabastecimiento signaron la pasión y muerte de Chávez, periodo en el cual el vicepresidente Maduro tomó las riendas y se transformó en la cara visible del Gobierno. El chavismo le perdonaba los deslices  a Chávez porque era Chávez, el líder en el empíreo que siempre supo desmarcarse de las ineficiencias de su propia administración y a quien sus seguidores  libraban de toda culpa. Pero a Maduro sí le cobraron, y compulsivamente. Si solo hubiese sido aburrido y cursi, los chavistas, a lo sumo, se habrían abstenido y Maduro triunfado con la comodidad que avizoraban los sondeos de opinión. Pero al ver que la comida era más cara y escasa, al quedarse sin luz a cada rato, esa gente se arrechó sin contárselo a las encuestas. Y la arrechera con los gobiernos se drena votando por la oposición. Es el voto castigo. En el puntofijismo lo llamaban “ley del péndulo”, que esta vez se movió hacia un Capriles fogueado en más de un año de campaña. De todo esto se desprende ese 51-49 del cómputo final emitido por el Consejo Nacional Electoral. En términos de la batalla electoral, eso es un empate entre fuerzas prácticamente simétricas. Menos de 300 mil votos de diferencia son demasiado pocos para un universo de 14,9 millones de electores.
La consecuencia de ese “empate técnico” es un presidente débil, atenazado entre una oposición que ha tomado la ofensiva con el robustecido liderazgo de Capriles y por el otro lado los sectores más radicales del chavismo, sin cuyo apoyo Maduro no sería presidente, y el partido militar. En lo personal, siempre creí que con Maduro tendríamos un país más normal, menos sobresaltado que con Chávez. Ahora, con Nicolás y el chavismo atrincherados, eso no será posible.  La oposición ya vio sangre y buscará rematar, mientras que Maduro, en este momento, pudiera ser un rehén dentro del chavismo porque su liderazgo quedó comprometido, erosionado, por la pírrica victoria del 14 de abril. 
Pero los opositores también tienen que pensar muy bien lo que van a hacer con su triunfo político, aunque no electoral, del pasado domingo. La ruta de cantar fraude es una calle ciega. Si se insiste en transitarla,  no les queda de otra que  insurreccionarse, buscar una salida de hecho de tantas que le han salido mal a la oposición y de las que ya venía de regreso. Porque ¿Cómo volverán a llevar a las urnas a su gente, que ahora es la mitad de los electores, cantando fraude?  ¿Qué le  van a decir a sus partidarios? ¿Qué vayan a las mesas a que los roben? ¿Con qué cara lo harán? Y más importante, ¿Cuántos estarán dispuestos? ¿Van, ellos también, a despilfarrar ese caudal de votos obtenidos el 14 de abril? La retórica del  fraude cancela la ruta electoral y los cantos de sirena del 350 volverán a arrastrar a millares hacia las rocas del fracaso. Pregúntense: ¿Hay con qué en ese campo? ¿Hay militares? ¿Tienen a PDVSA?  Dirán que tienen pueblo, pero el chavismo también, y del mismo tamaño. Esta no es la lucha de Gandhi, con toda India atrás, contra los británicos.  El chavismo suma a los militares, a las instituciones y al dinero del petróleo, la mitad de la población. Estoy seguro de que Capriles y los jefes de la MUD saben que por ahí no es, menos ahora, cuando estuvieron a un suspiro de ganarle a un candidato que tenía de su lado la maquinaria del Estado, sus recursos, y la memoria de Chávez. La victoria electoral de la oposición está a la vuelta de la esquina y sería pésima idea abandonar ese frente de lucha.   
Pero la razón principal por la cual pienso que el camino debe seguir siendo electoral es que no creo que haya habido fraude. Vicente Díaz, rector que representa a la oposición en el CNE, ha dicho que no tiene razones para dudar del resultado emitido por el organismo. Los observadores internacionales invitados por el Comando Simón Bolívar se cuidaron de  mencionar el fraude.  Hasta el propio Capriles le ha sacado el cuerpo a esa palabra. Lo que ha mostrado, hasta ahora, son indicios de irregularidades que eventualmente pudieran afectar el resultado, tan estrecho como es. No he visto hasta ahora actas alteradas, actas volteadas. Lo que Capriles está probando es que pudiera haber ganado, no que ganó. Y hay una enorme diferencia entre una cosa y la otra. Si lo que tienes es una sospecha, mal haces al llamar ilegítimo y espurio a Maduro. 
El reconteo que pide Capriles me parece una buena solución a la crisis. No creo que de ella salga algo distinto al anuncio inicial del CNE. Si después de la auditoría completa el resultado se mantiene, como creo que ocurrirá,  la oposición tendrá que decidir si se restea con lo del fraude o mantiene la batalla electoral, que es lo que conviene. Vienen los comicios municipales y la MUD ganó en la mayoría de las capitales. Ellos verán si se encaprichan con el fraude y entregan esos espacios o se deciden a darle al chavismo, o a los chavismos, el primero de una seguidilla de jabs electorales que muy posiblemente lo hagan pisar la lona y perder el poder. Hay que proceder muy cuidadosamente porque, de lo contrario, el poético escarceo de cacerolas contra cohetazos puede escalar y volverse combate cuerpo a cuerpo. En 2002-2003 evitamos una guerra civil gracias a nuestro temperamento, a nuestro carácter-país. Pero no podemos abusar de él.   


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