Minneapolis
me agarró en el brinco a segunda. La tenía por ciudad anodina, átona,
prescindible, uno de esos sitios que tachas a priori de la lista de destinos
apetecibles. Me ha recibido una urbe pulcra, diversa, con pasado, de futuro. Hay
cosas que ver aquí. Hay cosas que hacer aquí.
Tiene
Minneapolis dos arterias principales: el Mississippi y Nicollet Mall. La una
fluvial, la otra terrestre. El río padre de Norteamérica la separa de Saint
Paul, su ciudad gemela. Y a sus orillas están varios de los lugares que hacen
que viajar hasta acá valga la pena. Comenzando por el Mississippi mismo, cuyo
curso es la espina dorsal de los Estados Unidos. Acá en Minneapolis están sus
únicas cataratas naturales, las de San Anthony, que la ingeniería modificó para
facilitar la navegación y explotar su potencial hidroeléctrico. Hoy, las
cascadas de San Anthony son unas rampas que apuran el paso del agua.
Si
llegan a venir, crucen el puente Stone Arch. Fue construido en apenas 22 meses,
entre 1882 y 1883, y consta de 23 arcos construidos con macizas rocas de
granito y limo del río y alineados en un ángulo de seis grados, de manera que
no es un puente recto, como el común denominador, sino que va describiendo una
curva hasta empatar a la urbe con la rivera este del río. Lo hizo la compañía de trenes Great Northern
Railway para transportar trigo que luego la pujante industria de Minneapolis
convertiría en harina. Ya hace mucho tiempo que no lo cruzan vagones sino
ciclistas y peatones (cada cual tiene su riel). En una tarde de sábado verán a
las familias paseando y a los deportistas transpirando. La vista hacia el
Mississippi y las cataratas en el ocaso es excepcional.
Se
dice que los gringos, pragmáticos como son, no se la piensan para echar abajo
un lugar antiguo y levantar allí un
rascacielos. En Minneapolis pasó todo lo contrario: hicieron de las ruinas del
pasado una fuente de ingresos para el presente. Los vestigios de la era de oro
de las industrias hidroeléctrica y molinera son ahora piezas de museo que la
gente paga por ver. Ahí están todavía, a la vista de todos, los muros
semiderruidos de la Gold Medal y su enorme aviso luminoso arriba. Sus silos,
sus chimeneas. Son el recuerdo de otra Minneapolis, que contaba los dólares en
sacos de harina. Luego vino la competencia de otras ciudades y se agujereó el
costal. Aquí, entre estas fantasmales paredes de le centuria XIX, se levanta
ahora un museo con vitrales del siglo XXI para rememorar aquel periodo de
esplendor. Sientes que en cualquier momento saldrá de los escombros un obrero
con el overol espolvoreado de blanco. Es un vívido viaje al antier.
No
quiero que piense que Minneapolis solo vale la pena por unas ruinas. Que, si
por ellas es, más valen las de Roma. El
centro de la ciudad está sembrado con espigas de cristal que se elevan hacia el
cielo en perfecta formación. También hay torres antiguas, similares al Empire
State, como el Foshay Tower, que data de 1929. Abajo, las calles son para caminarlas. Sobre
todo Nicollet Mall, un bulevar donde mandan los peatones y los carros que
entran solo pueden ir a diez millas por hora. En cada cuadra de esta avenida y
sus paralelas hay restaurantes y teatros, artistas callejeros y estatuas. Aquí
hay cierta predilección por las esculturas humanas en tamaño natural. Las hemos
visto por todos lados. Como por doquier hemos visto nieve, pese a que ya
llegamos a abril. De lejos, el manto blanco es de lo más poético, pero la nieve
pierde todo su encanto cuando se ensucia. Se convierte en un montón de hielo
negro que solo provoca pichaques y resbalones. Hace un frío de los mil demonios
que te ataca desde arriba, desde abajo y desde los lados con una ventisca que
por poco te convierte en otra de sus estatuas humanas de tamño natural.
Minneapolis
se comunica con tranvías, autobuses y a pie. Se puede caminar por dentro de los
edificios gracias a un complejo sistema de pasadizos a desnivel llamado el Skyway.
Son pasillos que intercomunican a casi todo el downtown sin necesidad de ir por
las calles heladas del inclemente invierno de Minnesota. Claro, el sistema está
hecho para los lugareños, pues el Skyway es un laberinto que hay que saberse
para poder desplazarse dentro de él. El visitante tiene el temor de que en cualquier
momento se le va a meter en el recibo a una familia, si bien es verdad que en
el centro de Minneapolis la gente trabaja, no vive.
Como
amante del beisbol, no pude dejar de pararme a admirar desde el exterior la
nívea cúpula del Metrodome, la antigua sede de los Mellizos y que ahora solo se
debe al fútbol americano. Es una estructura realmente enorme la casa de los
Vikingos en la NFL. Imposible no sentir nostalgia con la gloria que bañó a
Johan Santana cuando estuvo acá: dos Cy Young, una triple corona, tres
lideratos de efectividad, un Guante de Oro. Bajo ese techo, Santana fue el
mejor pitcher de las Grandes Ligas. El Metrodome ya se retiró del beisbol y
Santana librará su última batalla para no irse detrás de él.
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