Carlos Valmore Rodríguez
El resultado oficial
de las elecciones presidenciales del 14 abril de 2013 fue el peor
posible para la paz y la estabilidad de Venezuela. La democracia solo funciona
bien con mayorías claramente reconocibles y una dosis razonable de aquiescencia
por parte de la minoría. En política, los empates paralizan porque, como en la
práctica no hay reparto de puntos, a las dos mitades se les va el tiempo y las energías tratando
de imponerse sobre la otra, sobre todo en un país enconado como es este donde
vivimos. Es un principio hasta de la física: dos fuerzas iguales, y opuestas,
se anulan, se cancelan mutuamente. Por eso, el escenario más propicio para el
equilibrio social de la Nación era un triunfo categórico de una de las
opciones, fuera la de Nicolás Maduro o la de Henrique Capriles Radonski. Así
cada cual podía desarrollar su proyecto, o cuando menos intentarlo. Luego los
ciudadanos juzgarían. Desafortunadamente quedaron tablas en las tarjetas del soberano,
el gran jurado en un régimen democrático.
Y henos aquí, en crisis, de vuelta a la aguda conflictividad
de 2002-2003 que pensábamos superada. Han retornado los cacerolazos, las
fogatas, los piquetes, las cadenas, de a tres por día, y lo más angustiante:
las muertes atribuidas a razones políticas. Y la situación empeorará si los
líderes se equivocan.
Nicolás Maduro heredó de Hugo Chávez dos millones de votos de ventaja sobre la oposición.
Los dilapidó en seis meses. Fue un semestre plagado de errores, como presidente
y como candidato. Como candidato nunca
tuvo identidad propia y resultó soso, aburrido, desangelado. Se notó a leguas
su falta de carisma (demostró que la famosa conexión emocional de Chávez no era
una paparruchada de los encuestólogos) e inexplicablemente se mandó varias
“rosaladas” durante la campaña. Y digo inexplicablemente porque tuve la
oportunidad de conocer a Maduro entre 2003 y 2004, cuando cubría política para
El Nacional, y siempre me pareció un tipo bien orientado, sensato, capaz de
convencer y ser convencido, un político con oficio. A ese Maduro casi no lo vi
en la contienda electoral. Y por esa razón, los dos grandes motivos para votar
por él poco o nada tuvieron que ver con sus propias gracias. Se redujeron a: 1)
cumplirle al presidente Chávez, acatar la instrucción “plena, como la luna llena” expresada en su última y sentida
cadena. 2) Impedir el regreso de los amos del valle al poder y la recuperación
de sus privilegios y canonjías. Maduro solo fue, como lo repitió hasta la
saciedad, “el hijo de Chávez”, el único instrumento a la mano ante la ausencia
definitiva del comandante.
Pero creo que las mayores fugas de capital electoral no las causó
el Maduro candidato, sino el Maduro presidente, cuando se suponía que el cargo
le conferiría ventaja. Devaluación, inflación, apagones y desabastecimiento
signaron la pasión y muerte de Chávez, periodo en el cual el vicepresidente
Maduro tomó las riendas y se transformó en la cara visible del Gobierno. El
chavismo le perdonaba los deslices a Chávez porque era Chávez, el líder en el empíreo que
siempre supo desmarcarse de las ineficiencias de su propia administración y a
quien sus seguidores libraban de
toda culpa. Pero a Maduro sí le cobraron, y compulsivamente. Si solo hubiese sido
aburrido y cursi, los chavistas, a lo sumo, se habrían abstenido y Maduro triunfado
con la comodidad que avizoraban los sondeos de opinión. Pero al ver que la
comida era más cara y escasa, al quedarse sin luz a cada rato, esa gente se
arrechó sin contárselo a las encuestas. Y la arrechera con los gobiernos se
drena votando por la oposición. Es el voto castigo. En el puntofijismo lo
llamaban “ley del péndulo”, que esta vez se movió hacia un Capriles fogueado en
más de un año de campaña. De todo esto se desprende ese 51-49 del cómputo final
emitido por el Consejo Nacional Electoral. En términos de la batalla electoral,
eso es un empate entre fuerzas prácticamente simétricas. Menos de 300 mil votos
de diferencia son demasiado pocos para un universo de 14,9 millones de
electores.
La consecuencia de ese “empate técnico” es un presidente
débil, atenazado entre una oposición que ha tomado la ofensiva con el robustecido
liderazgo de Capriles y por el otro lado los sectores más radicales del
chavismo, sin cuyo apoyo Maduro no sería presidente, y el partido militar. En
lo personal, siempre creí que con Maduro tendríamos un país más normal, menos
sobresaltado que con Chávez. Ahora, con Nicolás y el chavismo atrincherados,
eso no será posible. La oposición
ya vio sangre y buscará rematar, mientras que Maduro, en este momento, pudiera
ser un rehén dentro del chavismo porque su liderazgo quedó comprometido,
erosionado, por la pírrica victoria del 14 de abril.
Pero los opositores también tienen que pensar muy bien lo que
van a hacer con su triunfo político, aunque no electoral, del pasado domingo.
La ruta de cantar fraude es una calle ciega. Si se insiste en transitarla, no les queda de otra que insurreccionarse, buscar una salida de
hecho de tantas que le han salido mal a la oposición y de las que ya venía de
regreso. Porque ¿Cómo volverán a llevar a las urnas a su gente, que ahora es la
mitad de los electores, cantando fraude? ¿Qué le van a
decir a sus partidarios? ¿Qué vayan a las mesas a que los roben? ¿Con qué cara
lo harán? Y más importante, ¿Cuántos estarán dispuestos? ¿Van, ellos también, a
despilfarrar ese caudal de votos obtenidos el 14 de abril? La retórica del fraude cancela la ruta electoral y los
cantos de sirena del 350 volverán a arrastrar a millares hacia las rocas del
fracaso. Pregúntense: ¿Hay con qué en ese campo? ¿Hay militares? ¿Tienen a
PDVSA? Dirán que tienen pueblo,
pero el chavismo también, y del mismo tamaño. Esta no es la lucha de Gandhi,
con toda India atrás, contra los británicos. El chavismo suma a los militares, a las instituciones y al
dinero del petróleo, la mitad de la población. Estoy seguro de que Capriles y
los jefes de la MUD saben que por ahí no es, menos ahora, cuando estuvieron a
un suspiro de ganarle a un candidato que tenía de su lado la maquinaria del
Estado, sus recursos, y la memoria de Chávez. La victoria electoral de la
oposición está a la vuelta de la esquina y sería pésima idea abandonar ese
frente de lucha.
Pero la razón principal por la cual pienso que el camino
debe seguir siendo electoral es que no creo que haya habido fraude. Vicente
Díaz, rector que representa a la oposición en el CNE, ha dicho que no tiene
razones para dudar del resultado emitido por el organismo. Los observadores
internacionales invitados por el Comando Simón Bolívar se cuidaron de mencionar el fraude. Hasta el propio Capriles le ha sacado
el cuerpo a esa palabra. Lo que ha mostrado, hasta ahora, son indicios de
irregularidades que eventualmente pudieran afectar el resultado, tan estrecho como
es. No he visto hasta ahora actas alteradas, actas volteadas. Lo que Capriles
está probando es que pudiera haber ganado, no que ganó. Y hay una enorme
diferencia entre una cosa y la otra. Si lo que tienes es una sospecha, mal
haces al llamar ilegítimo y espurio a Maduro.
El reconteo que pide Capriles me parece una buena solución a
la crisis. No creo que de ella salga algo distinto al anuncio inicial del CNE.
Si después de la auditoría completa el resultado se mantiene, como creo que
ocurrirá, la oposición tendrá que
decidir si se restea con lo del fraude o mantiene la batalla electoral, que es
lo que conviene. Vienen los comicios municipales y la MUD ganó en la mayoría de
las capitales. Ellos verán si se encaprichan con el fraude y entregan esos espacios
o se deciden a darle al chavismo, o a los chavismos, el primero de una
seguidilla de jabs electorales que muy posiblemente lo hagan pisar la lona y
perder el poder. Hay que proceder muy cuidadosamente porque, de lo contrario,
el poético escarceo de cacerolas contra cohetazos puede escalar y volverse
combate cuerpo a cuerpo. En 2002-2003 evitamos una guerra civil gracias a
nuestro temperamento, a nuestro carácter-país. Pero no podemos abusar de
él.
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