Carlos Valmore Rodríguez
Todos
lo presentíamos al despertarse el sol esa diáfana mañana de domingo. El 15 de agosto de 2004 sería un día que viviría
años. La calle latía con la energía de las fechas trascendentes que resisten el
tiempo, marcan el presente y esculpen el porvenir. Un azul inmaculado cobijó a miles de venezolanos que salieron tempranito
a medirse el estreno de la democracia venezolana: el referéndum revocatorio
presidencial. Y Hugo Chávez se sometía a la prueba reina de la Constitución Bolivariana, su propia creación.
Algo
grande iba a pasar.
Costó
mucho llegar a ese momento: un golpe, tres paros, dos firmazos con sus
respectivos reparos, decenas de
guarimbas, varios exiliados, heridos y muertos.
Pero, finalmente, llegaba la hora de contarse. Podían sentirse las pulsaciones
de la historia. Yo, que trabajaba entonces en un periódico de circulación Nacional,
sabía que me disponía a escribir un capítulo importante para la República. ¿Qué sucedería? No se sabía.
Poco
antes había cubierto el cierre de campaña del Sí (a favor de remover a Chávez)
en la autopista Francisco Fajardo a la altura de Altamira. Había gente hasta
donde alcanzaba la vista. “Que vayan preparando las comisiones de enlace”, se
jactaba Carlos Valero, encargado de
organizar los actos de masa de la Coordinadora Democrática, ancestro sifrino de
la MUD. Leopoldo Puchi, secretario
general del MAS y que no cupo en la tarima principal, abrigaba dudas. Solo,
desapercibido, miró el atardecer teñido de multitud con catalejo de sociólogo. “Chávez es como el
marido maltratador que convence con flores a la mujer (el país) porque es él quien le da
nota a ella”, comentó. “Y nosotros somos
el tipo bueno que quiere rescatarla y le ofrece una mejor vida, pero que a ella
no le gusta. Capaz y ganamos, pero esa
es la verdad”.
Las
encuestas justificaban su escepticismo: las últimas que llegaron a los medios
daban cuenta del avance del No, que ganaba terreno y se posicionaba como opción de
triunfo gracias al impacto social de las Misiones. Solo que los dueños de las
empresas informativas no se lo advirtieron a sus usuarios, que fueron a las
ánforas con la certeza de que el triunfo estaba escrito y sería
aplastante.
Debo
decir que, durante buena parte del día, yo también lo creía. Me tocó hacer
plantón en el Caracas Hilton, sede del comando Maisanta, como llamó Chávez al
estado mayor en la llamada “Batalla de Santa Inés”. Fui a perder el tiempo. Sacar el carómetro era
inútil porque no había caras. Alguien dijo, cerca del mediodía, que Willian
Lara, entonces diputado a la Asamblea Nacional, iba a traer unos exit poll.
Nunca apareció. Sí me llamó la atención que, a eso de las once de la mañana, un
periodista de un medio del Estado le decía a alguien por celular: “Hay que
neutralizar la matriz de opinión que están poniendo a circular los escuálidos
de que van ganando”. Mientras tanto, reportes provenientes de la Quinta Unidad,
cuartel de la oposición, nos hablaban de jolgorio por adelantado.
Eran
alrededor de las cinco y media de la tarde cuando el Comando Maisanta se dignó
a pronunciarse con voceros de segunda línea. Dieron la cara la periodista
Maripili Hernández y el militar retirado Jesse Chacón Escamillo, director de la
Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel). A Maripili la conocía porque
compartimos aula en una maestría en historia de la Universidad Católica Andrés
Bello y por eso me atreví a preguntarle qué estaba pasando. “Ganamos”, dijo con
una sonrisa poco convincente. Y el pronunciamiento ante los reporteros que vino
a continuación la hizo aún menos creíble. “Le demostramos a la oposición que la
Constitución existe”. “Hoy ganó la democracia”. Parecían los mensajes cifrados
de un perdedor, por más que cerraron la intervención con un llamado al pueblo
al Palacio de Miraflores. Aún más sintomático era el patético llamado del
diputado Juan Barreto a los chavistas desde los estudios de Venezolana de
Televisión: salgan, Catia todavía no ha votado.
Con
esa percepción me fui del Caracas Hilton en dirección al periódico. Pero antes
quería consultar con alguna fuente de la Coordinadora y llamé a Julio Borges,
con quien siempre tuve un trato cordial. “Vamos ganando”, respondió a su vez el
jefe de Primero Justicia, para luego añadir una intrigante coletilla: “Pero no
hemos alcanzado el quórum”. El quórum es la cantidad mínima de votos necesarios
para revocar al Presidente. No bastaba que el Sí fuera más que el No. Según la
Carta Magna, para que un jefe de Estado sea revocado deben sufragar en su contra tantos o más electores
que los que lo respaldaron en los comicios que lo llevaron al cargo. En el caso de Chávez, el quórum requerido era
de 3.757.773 electores, que fue lo que obtuvo el gobernante en el proceso de
relegitimación postconstituyente de 2000.
Me
olió a gato encerrado. Con la gigantesca participación ciudadana, evidenciada
en colas de ocho horas, resultaba inverosímil
que a las seis y media de la tarde la opción a la delantera no hubiera llegado
a 3,7 millones en un universo de 14.037.900 convocados a decidir. ¿Cómo
explicar que la opción en ventaja no hubiera completado ni siquiera el 25% de
los votos emitidos a una hora cuando muchas mesas ya debían estar cerradas? “Es
que hay muchos cuellos de botella”, fue la explicación de Borges. Algo no
encajaba.
Y
encajó menos cuando mi jefe en el diario me mandó a recorrer Catia en búsqueda
de supuestos tiroteos en centros electorales iniciados por grupos de choque del
chavismo. En el 23 de Enero la rumba era trancada. Cientos de hombres, mujeres
y niños se volcaron a las vías con carteles del comando de Chávez. Era obvio
que esa gente manejaba otra información. La misma, por cierto, que manejaban en
el despacho del alcalde del municipio Libertador, Freddy Bernal, y que
compartía a través de un megáfono mientras recorría la zona arriba de un
camión. “La BBC de Londres nos da ganadores con 60% de los votos”, exclamaba.
“Pero sigan en las colas, compatriotas. No se muevan de allí. Camaradas, vamos
a llevarles frutas y bebidas a quienes aún esperan para votar”.
En
el periódico llovían las versiones, ninguna coincidente. Y así pasamos al 16 de
agosto sin saber si Chávez seguiría al frente o no. Para conocer un testimonio
de primera mano llamé al diputado ex chavista José Luis Farías. Me dijo que no
sabía nada, que estaba durmiendo. El país en ascuas y él, un dirigente
político, un parlamentario muy activo, roncaba. Creo que estaba despierto y
prefirió no hablar. Avanzaban las horas
y como a las dos de la mañana entró la cadena del Consejo Nacional Electoral
para emitir el primer boletín a cargo de su presidente, Francisco Carrasquero.
“Opción No: 59 %. Opción Sí: 40,6%”.
A
los pocos minutos, Hugo Chávez salió a su balcón favorito de Miraflores a
cantar a capela el Himno Nacional y rugir: “Ganó el Nooooooooooooo”. Ya se
había despejado la primera incógnita: el resultado. Faltaba la segunda: si la
oposición lo reconocería. A esa hora, por suponerlo de pie, localicé al
diputado de Acción Democrática Edgar Zambrano. Atendió. Le pregunté si había
visto el boletín del CNE. Me dijo que sí. Le repregunté qué información
manejaban los observadores internacionales: la Organización de Estados
Americanos, la ONU, el Centro Carter, a cuya validación condicionaba la
Coordinadora su aceptación del dictamen oficial. “Tienen números parecidos a
esos”, replicó con voz cavernosa.
La
nota que escribí sobre el discurso de Chávez apenas si llegaría al centro de
Caracas. Pero las consecuencias de lo que había sucedido en esas 24 horas
alcanzarían a varias generaciones de venezolanos. Cuando salí del periódico, a
las 6:00 AM, el sol había vuelto a salir. Era el nacimiento de una nueva etapa:
la de la consolidación del chavismo
como hegemonía y del poder absoluto de Hugo Chávez. Esa mañana fue radiante
para muchos y el inicio de una larga noche para otros, que no están seguros si
amanecerá otra vez. El 15 de agosto de 2004, todavía no termina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario