Carlos
Valmore Rodríguez
Solo
brevemente, quería contar esta historia de mi querido pueblo, San Felipe. Hace
unas semanas fue a consulta médica un venerable anciano de 87 años de edad. La
doctora lo auscultó, lo interrogó y luego lo recetó. Pero había en aquel viejo
un mal inadvertido por el estetoscopio. Un
dolor antiguo, macerado, que aquel hombre soportó en silencio por casi medio
siglo. Hasta que ya no pudo más.
“Doctora,
necesito contarle algo”.
El
hombre narró que, siendo más joven, formó parte de las cuadrillas de obreros
que desenterraron a San Felipe el Fuerte, una ciudad que se perdió tras ser
destruida por el pavoroso terremoto del 26 de marzo de 1812, que sacudió casi
todo el arco norte costero de Venezuela. Los sobrevivientes se reasentaron a
pocos kilómetros, mientras el bosque engullía las ruinas y el tiempo las
enterraba. Fue a finales de los setenta cuando se iniciaron los trabajos
arqueológicos para dar con aquella Pompeya de las zonas equinocciales. La
iglesia de Nuestra Señora de la Presentación salió a la superficie junto con su
pila bautismal y los esqueletos de algunas de las cinco mil víctimas fatales de
las contorsiones de la Tierra. Gracias a las manos de aquellos trabajadores,
San Felipe El Fuerte viajaba por el tiempo, desde la Colonia hasta bien entrado
el siglo XX. Sus restos descansan silenciosos entre añosos
samanes y ceibas. Un pequeño museo
exhibe algunas de las piezas desentrañadas y las caminerías empedradas le
permiten a los sanfelipeños de hoy reencontrarse con sus orígenes. Pero faltan cosas, y el viejo está a punto de
explicar porqué.
“Nosotros
conseguimos la campana de la Iglesia”, cuenta el anciano. “Era grande, pesada.
Cuando la estábamos sacando, nuestro jefe nos dijo: ‘pónganla aquí, que yo me
encargo. Y ustedes no han visto nada’. Se robó la campana, doctora, y nunca fui
capaz de denunciarlo. Tenía que decirlo”. Y el señor sollozaba por el
remordimiento contenido. Aquel consultorio era ahora un confesionario.
Desconozco
si la historia contada por este caballero octogenario es cierta. Pero, de
serlo, hay que buscar esa campana. Su valor histórico y patrimonial es enorme,
y su significado afectivo, mayor aún. Y
tal vez así, este hombre, en su senectud, encuentre paz ante el inminente
llamado de la muerte.
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